En las dos décadas posteriores a la Cumbre de la Tierra de 1992, las presiones sobre los recursos naturales y los ecosistemas del planeta han aumentado a medida que crecía la producción material de la economía. No sorprende que la mayor parte del consumo humano se concentre en las ciudades. Las zonas urbanas representan la mitad de la población mundial, y un 75 por cien del consumo energético y de las emisiones de carbono.
Las tensiones ecológicas son evidentes: pérdida de especies, escasez de agua, acumulación de carbono y sustitución de nitrógeno, muerte de los arrecifes coralinos, agotamiento de las pesquerías, deforestación y desaparición de humedales. La capacidad del planeta para absorber residuos y contaminantes está a prueba.
Alrededor del 52 por ciento de las pesquerías comerciales están totalmente explotadas, un 20 sobreexplotadas y un ocho agotadas. El agua está empezando a escasear y se prevé que dentro de 20 años su suministro satisfaga solamente el 60 por ciento de la demanda mundial. Aunque los rendimientos agrícolas han aumentado, ello ha sido a costa de una disminución de la calidad de los suelos, la degradación de las tierras y la deforestación.
Las repercusiones afectarán a todo el mundo, especialmente a los más pobres. Ha sido la actuación de una minoría lo que nos ha conducido al borde del precipicio. Según datos del Banco Mundial, el nivel de consumo de las clases medias y altas se ha multiplicado por más de dos entre 1960 y 2004, comparado con un incremento del 60 por ciento para la población que ocupa los últimos puestos de la escala de renta per cápita.
La mayor parte de los consumidores mundiales, unos mil millones de personas, vive en los países industrializados occidentales, aunque en los últimos 20 años ha surgido un número creciente de grandes consumidores en países como China, India, Brasil, Suráfrica e Indonesia.
Otros 1.000 millones de personas aspiran a acceder a la sociedad de consumo y es posible que sean capaces de alcanzar algunas de las adquisiciones que la caracterizan. Pero el resto de la humanidad –incluyendo la “base de la pirámide”, los más desposeídos– tiene pocas esperanzas de lograr alguna vez vivir así. La economía global no está diseñada en su beneficio.
La aportación a la economía mundial de los países que no pertenecen a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha aumentado en la pasada década. Tomando como referencia la paridad del poder adquisitivo del año 2000, dicha aportación ha aumentado del 40 por cien del PIB mundial al 49 en 2010, y podría subir al 57 en 2030. Y la expansión económica de países como China, India y Brasil ha mejorado la situación económica de muchas personas.
El número de pobres descendió en 120 millones en la década de 1990 y en casi 300 millones durante la primera mitad de la década de 2000, según las estadísticas de la OCDE.
Pero sería un error considerar que la expansión constante de una economía mundial industrializada e intensiva en consumo constituye la vía infalible para superar la pobreza y la marginación social.
La crisis económica que estalló en 2008 provocó un aumento del desempleo, de 177 millones de personas en 2007 a 205 millones estimados en 2010.
Los temores a un “crecimiento sin trabajo” fueron confirmados en un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que señala que la recuperación del crecimiento mundial del PIB en 2010 no estuvo acompañada por una recuperación comparable del empleo. Y las emisiones globales de dióxido de carbono derivadas de la quema de combustibles fósiles aumentaron en 500 millones de toneladas durante 2010, constituyendo el mayor incremento anual desde el comienzo de la Revolución Industrial. Resulta difícil no llegar a la conclusión de que la economía ha dejado de beneficiar a las personas y al planeta.
Un nuevo desafío social Una nueva solidaridad global
A diferencia del patrón convencional de competencia económica, que genera ganadores y perdedores, la economía verde ha de centrarse en resultados beneficiosos para todos que transformen en sostenibles las actividades económicas.
Existe ya una intensa competencia entre los fabricantes de tecnologías y productos verdes, como la energía eólica y la solar, así como políticas gubernamentales que tienen un sesgo mercantilista o proteccionista.
Una consigna sencilla sería “evitar que haya perdedores”. Teniendo en cuenta la vulnerabilidad del medio ambiente en un planeta pequeño y cada vez más poblado, cuyos recursos están siendo explotados hasta el agotamiento, es preciso reconocer que perderán los ganadores si no ganan los perdedores.
En una economía verde los pobres tienen que ganar más que los ricos en términos relativos, para que se reduzcan y eventualmente se superen las enormes diferencias en términos de demanda de recursos.
En última instancia la sostenibilidad del medio será imposible sin equidad social.
La situación ha llegado a tal punto que exige una ruptura total con las soluciones tendenciales. Una necesidad crucial es reequilibrar las iniciativas públicas y las privadas.
Es preciso reconocer que “tomar las riendas” del mercado exige más políticas públicas, y no menos.
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