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lunes, 9 de marzo de 2015
San Antonio de Aritumayu, una fórmula para resucitar al bosque
Generalmente los paisajes inspiran historias de amor. En este caso se podría hablar de varias historias de amores y afectos que construyeron un paisaje, mejor dicho, un bosque colmado de paisajes: Aritumayu.
Hoy es una exhibición de incontables tonalidades del verde deslizándose por una quebrada hasta cuatro pozas de agua y el río que las alimenta. A manera de lujosos portales lo anteceden dos imponentes acueductos de aproximadamente 120 y 80 metros de largo y 20 a 25 metros de alto. De estilo renacentista, fueron diseñados hace 103 años, por el arquitecto Carlos Donnel.
Se encuentra en uno de los orígenes del Pilcomayo. Ocupa cerca de 79 hectáreas. Se halla a 3.100 metros sobre el nivel del mar y a contados 18 kilómetros al noroeste de la ciudad de Sucre. Sin embargo, ha sabido darle batalla a todo lo que agrede a la naturaleza, hasta se podría hablar de una extraña contraofensiva ecológica en tiempos de destrucción. Y ahí caben las historias que dieron origen a este singular mundo con sus recodos de misterio, de encanto, de vida abundante.
“Conocí a mi esposa aquí en Aritumayu, aquí vivimos hoy y probablemente aquí vayamos a morir”, dice José Andrade Arias. Este experto agrónomo recuerda así la aventura juvenil que le cambió la vida hace casi 56 años. “Un compañero de estudios en Sucre me invitó a cazar vizcachas por las quebradas. Luego fuimos a la propiedad de sus padres y allí estaba su hermana, mi futura esposa, Edith Barrón Gumiel”.
Tres siglos de
deforestación
Habían pasado siete años de la Revolución Nacional que derivó en la Reforma Agraria y en incontables, y frecuentemente violentas, tomas de las haciendas. Pero, en esta quebrada hoy boscosa hubo otra esperanzadora coincidencia: dada la excepcional buena relación que había existido entre los Barrón y los comunarios, éstos decidieron dejarles la casa de hacienda y tierras. Andrade y Barrón se casaron el 13 de mayo de 1959 y recurrentemente volvían de Sucre a Aritumayu.
La zona para entonces sufría la parte del final de un tricentenario proceso de destrucción. Los bosques andinos otrora saturados de alisos, quewiiñas y tholares fueron arrasados desde tiempos de la colonia. El sobrepastoreo y la tala acumularon el desastre. Los microclimas cambiaron y generaron procesos de desertización y extendida pérdida de especies. Los campesinos quechuas del lugar recuerdan que hacia 1960 y 1970, el negocio de la leña languidecía y se resignaban a vender paja brava. Gran parte de Chuquisaca, especialmente el entorno de la capital fue víctima del proceso de deforestación.
“El entorno de Aritumayu era también lóbrego –recuerda Edith Barrón - . Al fondo de los acueductos aparecían casas y puentes abandonados, en medio de serranías con colores de arcilla. El valle se había vuelto puna”.
A fines de los 70, afortunadamente, la generalización del problema en el departamento conmovió a los responsables de la Corporación de Desarrollo de Chuquisaca (Cordech). El proceso de desertización despertó su afecto por la tierra natal. Lanzaron un programa de reforestación liderado por el agrónomo Daniel Cors Martínez. Construyeron viveros y estaciones meteorológicas, y procedieron a multiplicar eucaliptos en todo Chuquisaca. Gran parte de las arboledas que hoy tienen los emblemáticos cerros sucrenses Churuquella y Sica Sica son resultado de aquel emprendimiento. Cosa del destino, en el equipo de Cors participaba Andrade.
Pero hacían falta otro tipo de especies que permitieran optimizar el retorno de la vida a los valles chuquisaqueños. En 1980, José Andrade empezó a evaluar la introducción de especies importadas, descubrió las grandes posibilidades que prometían las coníferas, o pinos. Pero la posibilidad de implantarlas debía merecer un veredicto que en el agro andino es inapelable: la Pachamama, la Madre Tierra.
Consulta a la Pachamama
“Los pinos radiata consumen menos agua y dejan más materia orgánica que los eucaliptos recuerda el agrónomo-. Pero los campesinos temían que la especie foránea trajese plagas, o cause rechazo de la Pachamama y ésta desate granizadas. Tras agotadoras reuniones en la cordillera de Chataquilla se decidió buscar la venia de la Madre Tierra a través de un ritual”.
Semanas más tarde, un yatiri encabezó la ceremonia. Durante todo un día Andrade participó de inciensos, invocaciones, conjuros con palabras extrañas incluso al quechua, y libaciones. Todo culminó con el entierro de una ofrenda meticulosamente preparada. El agrónomo retornó a Sucre con la autorización de los indígenas.
“Y la Madre Tierra recibió con tanto cariño al primer pino radiata, que respondió mejor que en sus propias zonas de origen allí en Norteamérica – asegura-”. Una fotografía (Ver foto 2) de aquel tiempo muestra a Andrade junto al primer campesino que aceptó la plantación de un radiata en sus tierras, Gregorio Peñaranda. Para sorpresa del resto de los comunarios el pino medía más de un metro de altura al año de haber sido sembrado. Paulatinamente la aceptación se fue extendiendo por aquella región, ubicada a siete kilómetros de Aritumayu.
La suma de acciones y respaldos se mostraba ideal. Los técnicos y equipos de Cordech y los campesinos empezaron a reverdecer miles y miles de hectáreas cada vez más fértiles. Pero a partir de 1985, las políticas de los nuevos gobiernos optaron por intervenir y luego cerrar las corporaciones de desarrollo. Cordech desapareció junto a sus viveros, estaciones meteorológicas y programas. Su notable herencia fue seguida parcialmente por algunos proyectos apoyados por la cooperación suiza, pero se perdió el ímpetu y la dinámica que previamente había unido a indígenas y técnicos del Estado. Por su parte, Andrade se replegó a la cátedra universitaria mientras concentró sus esperanzas y planes en Aritumayu.
Se aplicó a la ecología, a la agrometeorología, a la agrotecnología (ver recuadro) mientras estudiaba más y más las características de la quebrada surcada por el río Aritumayu. “Esperaba incluso con ansias mi jubilación para poder dedicarme a mis planes- recuerda-. Y en 1994 nos fuimos a vivir a la propiedad”.
Operación retorno
A Aritumayu y a la pareja Andrade les favoreció además el pertenecer a tiempos de familias numerosas. Junto a sus nueve hijos (Janette, Rolando, Roberto, Carlos, Verónica, Isabel, José, Laura y Tatiana ), durante casi tres lustros batallaron en pos de que el bosque renazca. El agrónomo, sin desmerecer al resto, destaca especialmente la dedicación del mayor, Rolando.
Para poder financiar los gastos del proyecto los Andrade - Barrón optaron por instalar una granja avícola. El virtual escuadrón familiar alternaba los cuidados de la producción de las aves con la siembra de miles y miles de pinos de cuatro variedades (radiata, pátula, pseudostrobus y montesumae) así como de cipreses. En medio se sumaban decenas de tareas complementarias y sorpresivos desafíos y adversidades.
“Había que alambrar el área para evitar que entren cabras y se coman los brotes - relata Laura Andrade-. Igualmente sufríamos las incursiones agresivas de personas que querían depredar con diversos propósitos. El riesgo de incendios ocasionado por visitantes irresponsables era otro riesgo. Mi papá también estudiaba los procesos de adaptación y realizaba cuidados generando procesos de simbiosis y otros equilibrios para que nada afecte la supervivencia de los árboles”. Laura, hoy es ingeniera ambiental y su tesis que figura en la biblioteca de la Universidad San Francisco Xavier (UASFX) contiene el detalle del manejo ambiental de Aritumayu.
El esfuerzo permitió que los Andrade adquieran dos predios más del entorno a dos viudas a quienes los comunarios no querían comprar sus áridas propiedades. Se los ofrecieron y les sugirieron “que los llenen de árboles”. Y el aún frágil bosque tuvo nuevos frentes para extenderse.
La victoria
La victoria comenzó a sentirse alrededor de 1997. Los árboles estaban fuertes. Entonces pinos y eucaliptos comenzaron a proteger el área de vientos y aires fríos que bajaban las altas montañas. Ese escudo generó un microclima. Y los habitantes de otros siglos empezaron a volver al Aritumayu. En torno al río rebrotaron alisos, quewiñas, kishuaras, tholares y una extendida diversidad de arbustos. El recuento suma hoy 75 especies.
Claro, el bosque resurrecto y su río llamaron también a aves, anfibios, felinos e incontable fauna que, junto a las aguas pusieron la música en el escenario. Entonces una nueva adversidad tocó las puertas de los Andrade Barrón. “En 1997 la economía del país cayó en una fuerte recesión y la granja de aves dejó de ser rentable – recuerda José Andrade-. Asumí esa vez la decisión de vivir del bosque y el paisaje”.
Y el bosque desde entonces no ha dejado de cuidar a sus parteros. La familia ha convertido la zona en un albergue ecoturístico de creciente fama entre académicos, artistas y visitantes de diversas latitudes del orbe. De hecho, tuvo una cita consagratoria el 28 de junio de 2008. Aquel día, la Directora Ejecutiva de la Liga de Defensa del Medio Ambiente (Lidema), Reny Gruemberger, inauguró el Centro Ecológico San Antonio de Aritumayu. Se realizó además un primer seminario sobre ecología.
Normalmente, las delegaciones de visitantes extranjeros y nacionales recorren el bosque renacido realizando caminatas, a caballo o montados en bicicletas de montaña. Y no pocas veces ceden al magnetismo de las pozas profundas zambulléndose en esos espejos del Aritumayu.
Y el bosque ha empezado a retribuir con sucesivas y diversas buenas nuevas. Investigadores de la Universidad de San Francisco Xavier han destacado, por ejemplo, el descubrimiento de dos especies de cactáreas de características únicas en la región. Asimismo, han observado ranas consideradas en peligro de desaparecer. No descartan casos similares entre una creciente cantidad de aves nocturnas que anidan en los cañones del río. También se iniciaron diversas catalogaciones. Basta señalar, por ejemplo, que San Antonio de Aritumayu contiene al menos 50 tipos de plantas medicinales.
Los beneficios llegan también a campesinos y empresarios. Los primeros cosechan parte de la ingente cantidad de hongos comestibles que crece en las pendientes. Fueron implantados para permitir complejos equilibrios nutricionales con los pinos, y proliferaron hasta hacerse generosos con la gente. Rescatadores del interior del país así como peruanos les compran actualmente el kilo a 15 bolivianos. “El nuevo clima incluso ha permitido la producción de maíz”, explica José Andrade.
Por su parte, el escudo externo de eucaliptos resulta aprovechado por madereros. Se ha instalado inclusive una proveedora de postes de luz eléctrica. Algunas especies de pino son también destinadas para la mueblería. Todo, bajo una rigurosa política de replantado.
Los expertos de la UASFX consideran que se trata de una experiencia única en el país. Auguran además que pueda replicarse pronto en Chuquisaca, Tarija, y algunas zonas de La Paz y Potosí. “San Antonio de Aritumayu es un ejemplo de lo que se puede lograr aplicando las técnicas de reforestación”, explicó Gerónimo Rivera. “Los campesinos podrían encarar planes similares y potenciarse con proyectos sostenibles”. Este catedrático en San Francisco y ex presidente de la Asociación Sucrense de Ecología (ASE), describe el acentuado proceso de desertización que ha afectado al departamento. “Tras agotarse las tierras, se ingresó en una agricultura casi nómada, sembrando en pendientes. Talas, chaqueos, el proceso de erosión ahora se extiende hacia el sur. Las autoridades deberían pensar en proyectos como éste y ayudar a preservarlos”.
Hasta el ahora centro ecológico también se acercan personalidades del arte. A fines de 2014, por ejemplo, el célebre cineasta Jorge Sanjinés eligió Aritumayu para realizar tomas del filme Juana Azurduy. Y el lugar ha empezado a llamar a escritores, artistas plásticos y músicos en busca de inspiración.
No podía ser para menos. Adentrarse en el vértigo de un universo de pinos para salir por mullidos senderos a un río cristalino no es poco. Ver y escuchar al Aritumayu dividiendo la cañada, pelando rocas, desatando cascadas y abriendo pozas, enseña más. Rozar a cada palmo con helechos, musgos, begonias e infinidad de flores mientras la fauna celebra en los tres reinos llama al infinito.
Son, sin embargo, escasas 79 hectáreas en una de las nacientes del Pilcomayo. Un albergue de vida, en tiempos de contaminación enfermiza e incontenible depredación sin fórmula salvadora hasta hoy. Quién sabe si al mundo le falten más amores, más escuadrones familiares, más pactos de convivencia. Quién sabe si en décadas o en siglos este pequeño bosque guarde aún feliz el eco de las voces de los Andrade Barrón devolviéndole su vida.
Un agrónomo tras la creación del bosque
José Andrade Arias tiene 79 años, nació en Sucre. Tras graduarse como agrónomo participó en significativos proyectos departamentales. Por ejemplo, entre 1970 y 1979 fue responsable del programa de instalación de 105 estaciones meteorológicas. Se trataba de un proyecto financiado por la Organización de Naciones Unidas (ONU) en coordinación con el Servicio Nacional de y Meteorología e Hidrología (Senamhi). Abarcó todo el territorio chuquisaqueño. En ese lapso, en 1976, ganó una beca de postgrado en agrometeorología patrocinada por la ONU. “Allí vi cómo se hace renacer la tierra, los desiertos, en condiciones difíciles, me impactó mucho lo que se hacía allá”, recuerda sobre aquella experiencia.
Posteriormente, a partir de 1980 participó del programa de reforestación departamental organizado por la Corporación de Desarrollo de Chuquisaca (Cordech) donde llegó a ser director hasta 1986. También se aplicó al estudio de las especies nativas.
A partir de 1986 se dedicó a la enseñanza universitaria en diversas materias. En esa condición el año 1994 fundó la primera cátedra de ecología en la Universidad Mayor de San Francisco Xavier. Contaba entre las tres iniciativas surgidas en ese tiempo a nivel nacional, junto a sus pares de la universidad estatal de La Paz y Cochabamba.
“Esa suma de experiencias y conocimientos me permitió tener una idea completa sobre cómo debía hacer el Centro Ecológico San Antonio de Aritumayu”, resume, al citar el proyecto al que le ha dedicado más de 20 años.
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