Eran aproximadamente las dos de la tarde. Repentinamente, una flota paró frente a nosotros, mientras conversábamos cerca de la carretera. Cuando se abrió la puerta, vimos bajar a un muchacho que traía un puma entre sus brazos. Después de salir de nuestro asombro, corrimos hacia el animal, para protegerlo de los perros que podían atacarlo”.
La narración corresponde a Luis Morales, director del Parque Machía. Es uno de los tantos relatos de sobrevivencia en este paraje cochabambino. Historias de animales víctimas del maltrato de individuos que han adoptado como negocio y forma de vida la tenencia y tráfico ilegal de variadas especies que habitan en el país.
El Machía está en Villa Tunari, Cochabamba. Es un bosque con una elevación de entre 300 y 400 metros sobre el nivel del mar y con una temperatura que llega hasta 24,4 grados centígrados. Es el albergue de cientos de animales rescatados y rehabilitados para retornar a su hábitat natural. Junto a los parques cruceño Ambue Arí y beniano Jacj Cuisi, son los tres pilares del proyecto Comunidad Inti Wara Yassi (CIWY), emprendimiento que camina desde 1992 y se basa en el trabajo voluntario de personas que provienen de distintas partes del mundo.
Pasando el puente Espíritu Santo, a los dos lados de la carretera que une a Villa Tunari con la ciudad de Cochabamba, se hallan las casas de los voluntarios que trabajan en el Machía y las oficinas de la CIWY. Cada día, algún bus se detiene en este lugar para dejar a aquellas personas que buscan información sobre el tráfico ilegal de fauna silvestre o que tomaron la decisión de ser parte de esta cruzada.
Al consultar por la presidenta Tania Baltazar, la gente muestra cara de desconcierto; lo correcto es preguntar por Nena, como es conocida esta mujer que hace dos décadas, junto al ex director Juan Carlos Antezana, fundó la comunidad. Vivieron primero en una pequeña choza construida por sus manos, donde compartían sus días con unos cuantos monos y, en muchas ocasiones, alimentándose solamente con frutos silvestres. Así comenzó esta aventura que hoy es un referente no sólo nacional, sino mundial en la recuperación, trato y estudio de la fauna.
Siete y media de la mañana. Empieza la jornada de trabajo. Todos se reúnen en la gran mesa de madera, afuera de la cafetería, frente a la carretera. Es un ritual en el que interactúan y conversan sobre la agenda del día, y como una manera de agarrar ánimos ante una nueva jornada agotadora en el bosque. Tras una hora, los voluntarios se dispersan en busca de los animales bajo su tutela. Un ritual que se repite a la hora del almuerzo y de la cena.
Muchos trabajan cerca de las viviendas. Siempre hay algo para hacer, ya sea lavar los trapos impregnados con heces de monos o las jaulas de los animales de la zona de cuarentena, el sitio donde los rescatados comienzan su proceso de rehabilitación. Separados por especies, en esta primera etapa se estudia la condiciones tanto físicas como psicológicas del animal, con el fin de evaluar su posible liberación.
Velar por la vida
“Básicamente hay dos aspectos que se toman en cuenta en la rehabilitación: la salud física y la psicológica. Los veterinarios tienen la historia clínica y para ver la parte psicológica, se estudia el comportamiento. Un animal puede mostrar comportamientos positivos o similares a los que exhibe en la vida silvestre: gritos, movimientos, percepción sensorial, y otros negativos como la estereotipia, una enfermedad psicológica que se manifiesta con movimientos repetitivos en un solo espacio.
“El tratamiento consiste en el enriquecimiento ambiental, incorporando en su manejo elementos que estimulan sus sentidos. Los voluntarios cumplen una función importante en la elaboración de estos diagnósticos”, señala Moory Romero, responsable del área de biología y monitoreo del trabajo de rehabilitación psicológica.
La cara más triste de la moneda es la conformada por aquellos animales que, por su avanzada edad, tienen desahuciadas sus esperanzas de recuperación y de libertad. “Es porque han perdido todas sus habilidades”, explica Nena. Así, sólo queda proveerles de las mejores condiciones de vida, con los debidos cuidados y una buena alimentación. Por ejemplo, en el caso de los monos, se les facilita “raners”, cuerdas largas que les permiten moverse en grandes espacios, fuera de sus jaulas.
El otro grupo está compuesto por aquellos que tienen a la suerte de su lado y se encuentran en la fase final para su liberación. Al caminar en su búsqueda, cruzamos por un camino vecinal intransitable, construido por la Alcaldía en medio del parque hace dos años. Con lágrimas en los ojos, Nena recuerda el sufrimiento de los animales al haber perdido este espacio que los cobijaba, además del duro y largo trabajo que significó su traslado hacia donde se encuentran actualmente.
Emprender la subida por el bosque implica toparse con tejones, monos, ocelotes, zorros, un puma y hasta un oso. Todos están organizadamente repartidos por el Machía y los voluntarios saben dónde se encuentran mediante un sistema de señalización, que también sirve para evitar que se crucen entre sí. Los miembros de la CIWY se encargan de hacer pasear a su animal asignado. Pero hay casos en los que el animal elige a su guía, como Gato Místico, que prefiere la compañía femenina.
Gato Místico es un puma rescatado de un circo. Llegó en muy malas condiciones, casi sin poder caminar porque era golpeado en las patas traseras para obligarlo a saltar en medio de un arco de fuego, y tenía una alimentación indebida en base a pan y lagua. Ahora, ha resucitado y es cuidado por Francesca Mastrolorenzo, una voluntaria chilena que estudia biología. “Es un gato enamorado”, dicen los guías, Ambos comparten una buena relación que ayudó a que Gato Místico mejore en su comportamiento, tras haber sido desalojado de su hábitat por el camino vecinal de la zona.
Un encuentro con los negros
Destreza y energía son necesarias para subir hasta donde habitan los negros, los monos araña del Machía. El camino es empinado y resbaloso, debido al lodo que se forma cuando llueve. La travesía se torna más agotadora con el alimento para treinta y tres primates a cuestas.
“¿Sientes ese olor?”, me pregunta Moory Romero. Es el aroma del macho alfa Mickey Tomas, el mono líder del grupo. “Su olor aumenta cuando se frota con ramas”, indica la encargado del área de biología.
Más arriba se divisa a los primeros miembros oscuros de la manada. Tienen entre 70 y 80 centímetros de altura, y largos brazos y colas. Mis acompañantes me recomiendan tranquilidad, porque estos simios perciben el miedo. Trepamos más y vemos las jaulas con “raners” que son limpiadas por voluntarias. Pasamos por entre los armazones, evitando pisar alguna cola o de mirar a los ojos de estos animales.
Esto último tiene una explicación. Entre estos simios, impera toda una estructura organizacional basada en las jerarquías. Por ello, cuando ven a alguien nuevo, siempre tratan de intimidarlo. Si uno los mira directamente a los ojos, perciben esto como una forma de enfrentarlos.
De pronto, siento que uno de los negros cae sobre mí. Me agarra de la cabeza y luego de la espalda. Me quedo inmóvil. “Tranquilo”, me aconsejan mis acompañantes. Es Mickey Tomas. Estoy quieto, la mordedura de un animal silvestre en una zona sensible del cuerpo puede ser fatal. El macho alfa “me toma el pulso”, me huele y me toca el cuello, como si intentara sentir mis vibraciones, si estoy nervioso o tranquilo. Paso su prueba. Luego, con otro salto, Mickey Tomas se trepa a un árbol cercano.
El periplo continúa. Ahora estamos seguros de que los otros monos no nos harán nada, tenemos la autorización de su líder. Más aún, los simios nos acompañan en la caminata hasta un lugar que regala una vista panorámica del pueblo. De repente, Mickey Tomas se para en frente mío y de mi cámara fotográfica, como posando. Todos se asombran ante esta actitud, que es agradecida con varias fotografías.
Al final, nos sentamos y conversamos, en medio de las miradas, los abrazos y las caricias de nuestros huéspedes oscuros. Uno de ellos es Ramona, que tiene una historia especial: no puede tener crías, pero ha adoptado a varios monos; ahora es madre de Lucianita, que recién ha logrado succionar leche de sus mamas y gracias a ello tiene mejoras en su rehabilitación.
Se acerca la lluvia, decidimos emprender el descenso. La mayoría de los negros se queda con las voluntarias en el mirador, sólo algunos nos siguen y divisan desde lo alto de los árboles, entre ellos Mickey Tomas, que cual trapecista da un gran salto, hasta caer cerca de una de las ramas que me rodean. Lo interpreto como una señal de despedida, como para decirme que debía estar agradecido por haber sido aceptado en este santuario de los monos araña.
Ser voluntario
El voluntariado es el sostén de la CIWY, en trabajo y aporte económico. El financiamiento de los refugios es obtenido de los paquetes cobrados a voluntarios extranjeros, dinero que cubre, entre otras cosas, los servicios y alojamiento, la alimentación de los animales, la compra de medicamentos, insumos y materiales para mantenimiento y construcción de ambientes.
Además, se reciben donaciones de voluntarios y ex voluntarios que están repartidos por el orbe, que son canalizadas a través de la regional que tiene su sede en Inglaterra. Y se cuenta con el apoyo de la organización Quest Overseas, la Fundación Amigos Inti Wara Yassi y el Instituto Jane Goodall y The Monkey Santuary.
Muchos de los voluntarios en el Machía, se han ido y retornado. En su mayoría son mochileros que se enteran del proyecto cuando están de paso por Sudamérica y que se quedan por un buen tiempo. Un ejemplo es la neozelandesa Pea Macpherson, que llegó por cuarta vez al parque de Villa Tunari. El 2005, vino como turista por dos semanas y se quedó por tres meses. “Mis monos son mi pasión, siempre estoy pensando en qué puedo hacer para ayudar”, dice la mujer que en su país trabaja en un jardín de niños y que esta vez planificó quedarse por un año para trabajar con los monos capuchino.
Otra historia similar es la de Keith Franklin, un ingeniero británico que trabajó en Dubai. Ya lleva tres años y medio en el país, colaborando en los refugios Ambue Arí, Jacj Cuisi y ahora en el Machía. Afirma que en este lugar “siempre hay algo que ocurre y te llena de felicidad”. Lo mismo opina el norteamericano Frank Ballard, quien emplea sus conocimientos en negocios para trabajar por tercera vez en el Machía, esta vez en el puesto de administrador.
Voluntarios nacionales
Entre los voluntarios bolivianos sobresale Rusber Jiménez. Es el menor de todos los miembros. Quedó huérfano a los diez años y, por el maltrato que recibía de sus padres adoptivos, escapó de su casa para vivir durante un año en las calles de la urbe cochabambina. Hasta que un día emprendió un viaje sin rumbo: tomó un bus, se quedó en un sitio desconocido y con el tiempo se relacionó con la gente de la CIWY. Así conoció a su nueva familia, a la que colabora en la labor cotidiana. Asiste al colegio, vive en la casa de los voluntarios y piensa estudiar veterinaria en el futuro.
Otra voluntaria nacional es la orureña América Fernández, estudiante de antropología que aprovecha sus vacaciones para desplegar su vocación de servicio por la fauna silvestre. Forma parte de un grupo en el que se integran personas de diferentes especialidades, como Francesca Mastrolorenzo, la bióloga que comparte con Gato Místico, o la zoóloga Helen Thompson, quien coordina los trabajos con los gatos. Todos estos expertos ayudan también al mejoramiento de los estudios científicos del proyecto CIWY.
Despedirse del Machía es un retorno a lo cotidiano para valorar la vida, la naturaleza, el trabajo y las relaciones en comunidad. La gente que vive y retorna a este paraíso verde vive una experiencia invalorable en pro de una causa noble, desinteresada: la preservación de la fauna silvestre. Una tarea que en el Parque Machía es liderada por la Comunidad Inti Wara Yassi, con cientos de animales que luchan por recuperar su libertad.
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