Un equipo de operaciones especiales de la Agencia Ambiental está reunido en un bochornoso poblado en la frontera sur del Amazonas. Un grupo de oficiales, hombres y mujeres, se relajaba bajo la sombra de un gran mango, en las afueras de sus oficinas. Fumaban y conversaban.
No eran burócratas con trajes arrugados y portapapeles. En Brasil, los agentes medioambientales visten uniformes militares, con pesadas pistolas negras que cuelgan de forma casual sobre sus muslos. Estos oficiales son, como pude descubrir, soldados en el frente de lo que Brasil considera una guerra para proteger la selva amazónica.
Fui invitado a acompañarlos en una de sus operaciones de rutina en la jungla. La idea era dar con una banda de taladores ilegales, avistada por el equipo de monitoreo satelital.
En un mapa colgado sobre la pared, tres comandantes trabajaban en la estrategia y en la logística, tal como se hace en una operación militar. Comenzaba a sentirme ansioso. "¿Es probable que los taladores estén armados?".
"No te preocupes por las armas", dijo Evandro Selva, el oficial a cargo. "Es probable que sólo tengan rifles de caza. Nada serio". ¿Nada serio?
Momentos más tarde, estábamos arriba de una camioneta rumbo a la pista de aterrizaje y antes de que me diera cuenta, Evandro me urgía a subirme al helicóptero, cuyas aspas ya segaban el aire húmedo.
OPERACIÓN EN MARCHA
Apenas tuve tiempo de subirme antes de que él diera la orden de despegar y el suelo comenzó a alejarse. El piloto hizo que el aparato diera una vuelta y nos dirigimos hacia nuestro blanco.
Había viajado a Brasil para reportear sobre algo muy escaso: una batalla medioambiental que está siendo ganada. Durante décadas, prácticamente la única historia que hemos escuchado sobre el Amazonas es sobre la ola de destrucción sin remordimientos que avanza por la selva.
La percepción común decía que era imparable. Es cierto que la lógica económica de la deforestación es poderosa: la tierra en el Amazonas vale mucho más si los árboles son talados.
Pero yo estaba allí para descubrir el notable progreso hecho por Brasil para silenciar las motosierras.
Mi viaje me llevó a la Amazonía del sur, un área que los brasileños llaman "el arco de la destrucción"; una zona gris entre la civilización y una de las últimas tierras realmente silvestres que existen en el mundo.
Durante años, la visión que existía sobre este lugar era la de un infierno. Vastos incendios que arrasaban el bosque, mientras las motosierras aullaban y tractores pesados rugían al sacar de raíz los enormes árboles amazónicos.
Podíamos ver el resultado de ello a través de la ventana del helicóptero. Volamos sobre campos abiertos que habían sido arrancados a la selva virgen en la última década.
Tras una hora de vuelo, Evandro dijo que nos acercábamos al blanco. Estábamos sobre lo que parecía una jungla prístina, cuando de pronto, la alfombra de árboles dio paso a un vasto claro que se abría debajo. Se podía ver que los árboles habían sido cortados recientemente. Todavía quedaban árboles de pie, altos y frágiles nogales brasileños, y en el suelo había grandes pilas de ramas y maleza. Podía ver las heridas abiertas en la tierra roja por las máquinas.
Por los auriculares escuché los gritos excitados en portugués. Uno de los oficiales señaló hacia abajo. Vi un camión con troncos apilados y un tractor enfrente. Al lado había dos, posiblemente tres hombres, alzando la cabeza para ver el helicóptero.
Dimos una vuelta y el piloto comenzó a bajar el aparato. Levantó una tormenta de polvo y hojas. Los rotores parecían estar peligrosamente cerca de los árboles. Me afirmé con fuerza.
Luego, ya estábamos en el suelo, corriendo. El camión y el tractor seguían allí, pero, como era de esperar, los culpables ya habían huido. "Volverán", dijo Evandro con seguridad. "Nos esconderemos y los esperaremos". Los tres oficiales se escondieron, pistola en mano, entre los troncos y las ramas. Yo y el camarógrafo Keith Morris también nos pusimos bajo cubierta. Mientras tanto, el helicóptero despegó dejando otro vendaval de hojas y tierra roja.
Luego, todo era silencio. Eramos cinco acurrucados silenciosamente bajo el sol caliente, con enjambres de pequeñas abejas volando en torno a nuestras caras y manos.
EN CIFRAS
Cómo puede esto detener la arremetida, pensé. En la década que va de 1996 a 2005, se perdieron 19.500 km2 de jungla, en promedio, cada año. Se ha abusado con la comparación, pero ello equivale realmente a un área del tamaño de Gales o New Jersey cada año. La pérdida alcanzó su peak en 2004, cuando se perdieron más de 27 mil km2.
Luego, en 2004, Brasil declaró la guerra: dijo que iba a bajar en un 80 por ciento la deforestación hacia el año 2020. Han pasado siete años y casi se ha cumplido la meta. Las últimas cifras, dadas a conocer hace unas semanas, muestran que 2011 tuvo las menores tasas de deforestación desde que se iniciaron los registros hace tres décadas: apenas unos 6.200 km2 fueron talados. Eso implica un 78 por ciento menos que en 2004; sigue siendo un montón de árboles -un área del tamaño de Devon
o Delaware-, pero representa una enorme mejora.
Desde luego, el Gobierno de Brasil no se puede llevar todo el crédito. En mi viaje a través del arco de la destrucción conocí a un elenco extraño de personajes, todos los cuales juegan un papel. John Carter, un luchador con caimanes de Texas y exsoldado de las Fuerzas Especiales de EEUU, convertido en ranchero en el Amazonas, cuya alianza de campesinos y rancheros está trabajando para mejorar el manejo de las tierras en las granjas de la zona.
Además, están los indios del Amazonas que han sido reclutados como "saltadores de humo", los bomberos del bosque. También hay que destacar a una de las empresas agrícolas más eficientes del planeta -una plantación amazónica de soja-, del multimillonario cono- cido como "el Rey de la Soja", quien asegura ser un medioambientalista.
Un caso similar es el del piloto héroe de Greenpeace, Fernando Galvao Bezerra, un veterano de muchas campañas exitosas de la organización, quien ganó sus alas de piloto llevando mineros, prostitutas y sacerdotes a algunos de los lugares más remotos y peligrosos de la jungla.
Así mismo, en uno de los estados más remotos de la Amazonía, una fábrica de condones en la jungla fabrica los primeros preservativos amigables con la principal selva lluviosa del mundo, usando látex de árboles silvestres.
Pero cuando aún seguía agachado en los matorrales, mis piernas comenzaron a acalambrarse y un río de sudor bajaba por mi espalda. Habíamos esperado media hora cuando -al igual que en las películas- escuché el crujido de una rama bajo un pie, y de pronto los oficiales salieron corriendo. "¡Para ai! ¡Para ai!", gritaban. "¡Paren ahí!"
Vi a un hombre con una camiseta rota tirarse al suelo, con los brazos extendidos como si estuviera crucificado.
Al final, los oficiales arrestaron a cinco hombres y decomisaron tres camiones y dos tractores. Yo había estado nervioso sobre el hecho de confrontar a estas personas, pero me parecieron más bien patéticas, fumando sus cigarrillos hechos a manos con sus ropas haraposas. Los agentes, sin embargo, parecían contentos con la captura.
Fuimos en uno de los camiones decomisados al lugar donde nos esperaba el helicóptero, sentados sobre una pila de enormes troncos. Mientras soportábamos los baches de la jungla, no podía evitar tener una gran sensación de esperanza.
Desde luego, el hecho de que aún exista una operación de tala ilegal, como esta que está a una hora de vuelo en helicóptero desde una importante ciudad brasileña, muestra que todavía hay gran presión sobre la selva.
Pero aunque suene extraordinario, la guerra para detener la destrucción de la selva amazónica realmente parece estar siendo ganada. Más aún, esto está sucediendo antes de que sea demasiado tarde, porque de lo que muchos no se dan cuenta es de cuánta selva aún se conserva. Las imágenes satelitales confirman que un 80 por ciento del Amazonas sigue intacto.
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