sábado, 14 de septiembre de 2019

Cerca del Valle de Tucabaca la pelea es contra la inconsciencia

Un árbol quemado no da sombra, pero cuando el fuego lo consume entero, la ceniza que dibuja su silueta sobre el suelo, es más blanca que el resto.

“Le digo que el fuego vino de allá”, miente el hombre que acaba de llegar en motocicleta, mientras gesticula con el brazo izquierdo como si quisiera lanzarlo por encima de su cabeza, lo más lejos posible.

Está parado frente un teniente del Ejército que lo mira molesto, exigiendo saber por qué su tropa ha estado durante más de 12 horas peleando para que el fuego no salte al monte y avance hacia el Valle de Tucabaca, en el municipio de Roboré, de manera incontrolable.


“Yo fui a denunciarlo hace tres días al pueblo, en la Alcaldía, pero como el fiscal ya no me puede ver”, dice el colono, al que se le ha sumado una mujer que parece estar de su lado.

El fiscal no lo puede ver porque ya tiene un proceso abierto por haber hecho otro chaqueo este mismo año, en ese mismo predio, justo al lado del que los militares heredaron el jueves por la mañana, luego de que una cuadrilla de bomberos y guardaparques lo mantuvieran a raya durante toda la noche. El colono hizo un combo: dos chaqueos, por una citación fiscal.

Esto fue parte del bosque seco Chiquitano, parte del Valle de Tucabaca, por más que desde aquí haya nueve kilómetros hasta el inicio de la reserva. Cuando se mira por encima de los árboles, el chaqueo de este colono es apenas una columna de humo en medio de un mar de copas de árboles tan

tupido que parece que el hombre aún no ha perturbado el paisaje. Al nivel de piso, la huella ya es indeleble: un descampado de 800 metros de largo por 200 de ancho, en el que lo único que queda son ramas a medio quemar y siluetas de toborochis que parecen un grupo de profesoras jubiladas tomando el sol.


Todo el suelo, absolutamente todo, está cubierto de cenizas, pero donde hubo un árbol la ceniza es más blanca, más espesa y dibuja la silueta del que en vida fue un quebracho, un jacarandá, un tajibo. Ya no se puede saber. Ahora es solo una sombra blanca sobre el piso, a la que los soldaditos echan agua con botellones de seis litros para que no quede ni una brizna de fuego.

Durante todo el día, con la ayuda de un camión cisterna con capacidad de carga de 10.000 litros, una tropa de 20 soldados y unas cuantas mochilas, los militares han trabajado duro para hacer una brecha que aísle el fuego, que lo obligue a quedarse en esta zona chaqueada y no salte al bosque que lo rodea.

Aplican el método brasileño

Por lo que queda en pie y por lo que se ve en el bloque aledaño, que también está listo para arder, aquí se ha aplicado una versión más barata del peor tipo de chaqueo de los que se practican en la Chiquitania. Se lo denomina “método brasileño” y, por lo general, involucra el desmonte con maquinaria pesada y luego dejar que el pasto crezca alrededor para prenderle fuego a todo.

Acá no hubo grandes máquinas: alguien, con una motosierra, tumbó la mayoría de los árboles, limpió el barbecho, dejó que vuelva a crecer y lo usó como combustible para deshacerse de los troncos. Antes de irse, el teniente le muestra al colono su herencia: un campo humeante con fuego al fondo. Le exige que se quede toda la noche vigilándolo, cuidando que no se cruce al monte.
El hombre que ya tiene una citación por chaqueo ilegal no tiene muchos implementos para cumplir la tarea. Hoy (el jueves) no ha llevado una gota de agua con él, ni un balde, ni un machete. De una camioneta de color negra, destartalada y sin placas que apenas llega al chaco, saca una motosierra larga. El ‘arma’ que le permitió preparar su chaqueo brasileño es hoy la única barrera entre el fuego y el monte.

Roboré en cifras

Según datos del Ministerio de Medio Ambiente y Agua, en el municipio de Roboré hay 546 familias afectadas y 156 damnificadas, de un total de 21 comunidades golpeadas por el desastre natural. El fuego ha arrasado con 37.937 hectáreas de bosques y 48.845 hectáreas de pastizales.

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