Al mismo tiempo, vivimos en un mundo en constante transformación, en el que unas especies desaparecerán, otras se irán transformando con mayor o menor celeridad. Pero, aún siendo resultado de la interacción entre los diferentes factores de un determinado hábitat, esta evolución es compatible con la existencia de ese supuesto equilibrio ecológico, que sería indispensable para la vida.
La relación entre los individuos y su medio ambiente, de acuerdo con este paradigma, se mantiene en un equilibrio ecológico necesario para la vida de todas las especies, de la fauna y de la flora. Según la teoría del balance de la naturaleza, los sistemas ecológicos tienden a un equilibrio estable, lo que significa que los cambios son corregidos hasta volver a alcanzarse ese punto de equilibrio, por ejemplo entre elementos orgánicos, -depredadores y presas o entre herbíboros y fuente de alimento-, o a consecuencia de factores inorgánicos, como distintos elementos de los ecosistemas o de la atmósfera, pongamos por caso.
LA TEORÍA DEL CAOS
Sin embargo, desde mediados del siglo pasado, esa creencia de que la naturaleza tiene una tendencia al equilibrio ha sido sustituida por una teoría del caos, más realista, pues resulta innegable que si bien el equilibrio es posible, y los ecosistemas pueden tender a él, también es cierto que los cambios caóticos son comunes y sus consecuencias son devastadoras las más de las veces, sin que se produzca el aludido equilibrio.
El caos se produce por un sinfín de motivos, entre otros y muy particularmente por la terrible y sistemática intervención del ser humano a lo largo y ancho del planeta. A su vez, en la otra cara de la moneda, la actuación del hombre puede ayudar a reestablecer ese equilibrio perdido, como ocurre cuando se llevan a cabo iniciativas verdes.
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